Al principio, el ordenador con conexión adsl y Meli no se llevaron bien. Algunas veces, en el trabajo, le habían encargado rellenar una plantilla, y esas jornadas suponían un suplicio para ella, tanto, que le había cogido aprensión. Le daba miedo el ordenador, más que un cacharro útil (“para llevar las cuentas de la casa”, le había dicho su marido), lo veía como un intruso que, como se equivocase en una operación o pulsara la tecla equivocada, podría, ya no sólo estropearse, sino desencadenar una disfunción en el universo. Cuando pitaba al pulsar “enter” o mostraba una de aquellas recurrentes pantallas azules de error, Melita creía que la casa se iba replegar sobre sí misma. Luego nunca pasaba nada, pero tiempo le costó habituarse al ingenio. Si las frases desaparecían o los archivos no se grababan, Meli estaba segura de que el ordenador iba a averiarse, de tal modo que durante unas semanas pensó que estaba cuidando a una mascota, a un ser vivo que se resentía cuando no se realizaban las operaciones correctas, como aquellos animales programados en un llavero que tenías que alimentar y se te cibermorían.
Pero todo eso duró poco tiempo. Melita se acostumbró a las rutinas de su PC, tanto como había hecho con las de su marido, y pronto hizo oídos sordos a los pantallazos y los avisos del sistema. Sin embargo, y en contra de lo que sucedía con la mayoría de los aparatos de la casa, esta domesticación del otrora peligroso ente, no implicó que el PC terminara apilándose con los cacharros olvidados de la pareja (entre la bici estática multitrainer y el masajeador de pies con infrarrojos). Por el contrario, con la conexión a Internet pasó del miedo al entusiasmo en muy poco tiempo.
No fue fácil: si los comandos de Windows 98 habían sido difíciles de aprender, la técnica de moverse por la Red le dio aún más quebraderos de cabeza. Pero se sentía una persona especial al abrir su carpeta de Outlook Express y observar que tenía mensajes nuevos. Era como recibir carta a diario, por sorpresa y llena de esperanza. Meli leía y contestaba todos los emails que recibía, fuesen los chistes o las fotos graciosas que le mandaba Juan Carlos desde el trabajo, o la publicidad de las empresas y cualquier oferta de productos. Daba igual que estuviesen todos en inglés, aquello lo hacía más fascinante. Le encantaba que la escribiesen personas del extranjero, como Vienona Nixen o EfedraIsBack. Sabía que sólo estaban echando propaganda en su buzón, pero que se acordaran de su cuenta de correo la ponía muy contenta. Juan Carlos le advirtió que no contestara, es más, que ni abriera aquellos mensajes, porque no podían traer más que desgracias, y Meli se asustó.
Pero aún a sabiendas de que la peligrosa organización SPAM no estaba interesada en ella, sino en engañar a cuanto incauto abriera sus correos, Melita pasó en un par de meses de ser una pobre náufraga a la deriva en un mar de productos adelgazantes, viagras, antidepresivos y sorteos de vacaciones en lugares de la costa del Pacífico, a convertirse en una experta marinera a los mandos de su cacharrito en la Red. Sorteaba los banners a golpe de clic, mientras iba profundizando en los temas que la apasionaban a través de los portales de Yahoo y Eresmas: los cotilleos de los famosos, las recetas de cocina y las fotos de sus actores favoritos. Todo lo que Melita consideraba que no tenía y necesitaba para salvar su alma estaba en esos contenidos: el brillo satinado de las pieles de los famosos tratadas con un código binario, la exhibición de todo tipo de objetos dorados o de color: lo que necesariamente tenía que hacerle a una feliz. No sólo feliz, sino tranquila, zen, en estado de gracia. El nirvana para la clase media.
La aparición continua en estas páginas de anuncios para encontrar pareja fue lo que desató la pasión. Quizá su nivel de inglés no llegaba para entender las ofertas en medicinas, pero comprendía perfectamente el sentido de aquellas fotos de gente que buscaba novio, sexo, amistad, matrimonio, etc., de forma anónima y gratuita.
El proceso para dar de alta su primera cuenta de correo personal, sin la ayuda de Juan Carlos fue, por decirlo de una manera suave, muy complicado. Melita creía que anotar el nombre y los apellidos, así como imaginar un nick que la identificase, iba a ser lo más parecido a rellenar una ficha policial. Así, su registro en Hotmail, donde realizó su primera cuenta gratuita, tuvo tintes oficiales. De primero, “Melita”, y de segundo, Blancas, su apellido de soltera. El nick que se le ocurrió fue “Meli”, pero como ya estaba cogido, se decidió, siguiendo el mail que compartía con Juan Carlos, por “Melibla”, pero como quiso que le sonara a nombre de leche de crecimiento para bebés, eligió un sugerente “Meliblu”, para desmarcarse del email que compartía con su marido.
Al figurar este encabezamiento en los emails de Meli, “Melita Blancas”, varios de los primeros contactos que accedieron a su dirección, creyeron, al recibirlo, que se trataba de un spam, dadas las combinaciones aleatorias de nombres que se suelen recibir, y que suenan muy parecidos en lo desconcertante, como Leburna Missoska o Sharonda Barranca.
Pero antes de eso, el destino en forma de predicción de las estrellas fue quien la lanzó en la búsqueda de cibercitas.
Melita hacía caso a todo lo que decía la televisión. Las palabras que pronunciaban los programas contenían más verdad que cualquier religión o filosofía práctica. La tele siempre tenía razón. Si el diálogo de unos personajes en una telecomedia la conmovía más que una conversación con su madre, o si las imágenes de un actor besándose con una actriz le provocaban una excitación mayor que las caricias de su marido, es porque la tele tenía poder ilimitado. Así que cuando en el informativo decían que determinada situación política era insostenible, o si al contrario, expresaban su pesimismo frente a una crisis económica o una guerra en el extranjero, todo ello tenía que ser Verdad. La tele tenía ese poder y Melita sentía una empatía enternecedora. Quizás en su entorno social no percibiera tan bien los pequeños dramas o las crisis personales, aunque ella estuviese muy pendiente, pero sin embargo se angustiaba con las noticias del telediario, reía como una niña con los programas de humor y lloraba desconsoladamente cada vez que sucedía una escena emotiva en un reality show. Todos sus sentimientos, su receptividad, estaban alertas y dispuestos a ofrecerse a cambio de nada para las historias y los actores de la televisión. Quizá, en los avatares de la vida real, Melita estaba más curtida e impermeable a la tristeza ajena.
Pero cuando el PC llegó a su casa, la confianza ciega que había depositado en los Hechos de la Tele quedó en un juego de niños comparada con la Palabra del Ordenador. Todo cuanto leía, cuanta ventana se materializaba ante sus ojos, adquiría la seguridad de un principio físico.
Por ejemplo, Melita venía leyendo con mucho interés desde niña las páginas del horóscopo, y también esperaba ansiosa a que llegara su signo cuando la bruja de la tele, desde el programa de entretenimiento, leía la predicción semanal. Pero en Internet era mucho mejor. Podía solicitar una información personalizada, buscar su propio destino en las estrellas preguntando a un vidente virtual. Los spams eran aleatorios y no tenían para nada en cuenta su persona, pero las consultas on line con una vidente, que te contestaba con tu nombre y te mandaba varios emails a lo largo de la semana con consejos espirituales, además de un catálogo de productos esotéricos, ésos sí que la tenían en consideración y la trataban como ella se merecía.
Aparte del abuelo hablando con la tele sin respuesta, y Juan Carlos que de vez en cuando se indignaba y profería insultos a los futbolistas, la interacción con la tele era imposible. Ella se sentaba delante y el televisor sentenciaba. Pero con Internet la cosa era bien distinta: allí podía ser un personaje, ser la protagonista. Incluso, si lo deseaba, borrar su propia persona e inventarse otra. O incluso, crear distintas Melitas según le conviniera.
(Parte I, Cap. 4: La Pasión de Meliblu. Extracto)
(Imagen: detalle de la portada, Keko)